Levantarse a las seis de la mañana nunca es fácil, y menos si es para ir a trabajar. Pero en el autobús que nos lleva desde Olot hasta La Fageda todo el mundo está muy despierto y con muchas ganas de charlar y hacer broma. Nada más subir, ya se oye alguien que grita «¡Buenos días!» y, todavía con legañas en los ojos, se te escapa una sonrisa.
Poco antes de las siete llegas a La Fageda, apenas amanece, todavía es de noche. Sólo se nota la humedad de los campos mojados y no hay casi nadie. Una vez en el vestidor, todo se acelera. Toca cambiarse rápido para entrar dentro de la fábrica de lácteos y, sobre todo, abrigarse bien porque hace más frío que nunca, ya que las máquinas están junto a la cámara frigorífica. Por último, pero no menos importante, es el momento de ponerse uno de esos gorros que favorecen tanto a todo el mundo.
El primer día no conoces a nadie y piensas que todo será más complicado de lo que realmente es. Al cabo de media hora ya sabes el nombre de la mitad de las personas, dónde irán de vacaciones y qué contiene el bocadillo de su desayuno. Todo el mundo es muy simpático y risueño y siempre tienes un motivo para reír – excepto cuando te toca ir al «rincón de pensar», a abrir cajas tú solo y sin poder hablar con nadie –. Cuando ya te has acostumbrado al frío, entras en el horno de fermentación o te vas a la zona de la máquina envasadora (la Dairy) y te quitas los dos jerséis que llevas. En ese sector hay una ventana muy grande por dónde pasan los visitantes: quedan boquiabiertos de las máquinas tan modernas que ven, se pasan un rato observando el funcionamiento e incluso te saludan.
Cuando llevas unos días trabajando, ya todo es rutina. Rezas para que la persona que trae carros de la cámara hasta la máquina de packs (donde se coloca el cartón protector en los yogures) no se equivoque con la fecha de caducidad, y ya te has acostumbrado a que algunas máquinas se paren cada media hora, o a que alguien te repita cuatro veces ‘¡Tienes la nariz muy roja! ¿Tienes frío?’. Incluso te mueves al ritmo de las máquinas o imaginas canciones en tu cabeza.
En la sección de mermeladas, el ambiente es muy diferente: son pocos y se llevan muy bien. Algunos días hay que lavar y cortar el tomate para el día siguiente, y en otras ocasiones todo el mundo está en la zona de etiquetaje porque hay mucho trabajo con los ‘crackers’ (un nuevo formato de embalaje especial para la promoción navideña). Eso sí, con la radio sonando. Desde la ventana, poner etiquetas a los envases no parece tan emocionante como estar en la Dairy, por eso las visitas pasan mucho más rápido. Algunos días también se debe ir a envasar helados, y te vistes como si fueras un astronauta.
Cuando finaliza la jornada, todo el mundo quiere vestirse rápido. Sales y te sorprendes porque ya no recuerdas el calor asfixiante que hace fuera de la fábrica. En este momento lo que importa es irte rápidamente para ir a comer y echarte una buena siesta. Y es que después de siete horas bajando cajas, moviendo carros, construyendo palés o cogiendo cajas de mermelada – que pesan mucho más que las de yogures, aunque no lo parezca – todos acabamos bastante agotados ¿Quién necesita ir al gimnasio?
Ha sido mi segundo verano en La Fageda. El año pasado no sabía dónde me metía. Con 19 años era mi primer trabajo y estaba nerviosa, a la vez que contenta porque sabía que conseguiría mi primer sueldo. Aparte del dinero, me llevé una experiencia laboral enriquecedora y muchos amigos, con algunos de los cuales he vuelto a coincidir en la fábrica este verano.
Este año ya sabía lo que me esperaba y, a pesar de que algunas cosas han cambiado, la esencia de La Fageda sigue siendo la misma.
Júlia Pérez, estudiante de periodismo.